Temporada de huracanes (2017) de Fernanda Melchor
El
matrimonio entre el activismo y la literatura es siempre de conveniencia, y en
estos malditos arreglos suele salir perdiendo esta última. Digo esto al pensar
en la literatura de denuncia, sobre todo en el contexto de violencia extrema
que vive un país como México; algunas plumas, sobre todo aquellas afines al
ejercicio periodístico, han recurrido a la ficción para mostrar -supongo que
motivados por una auténtica indignación- una realidad dolorosa e injusta: se
sienten impelidos a hablar de los muertos y de sus asesinos para forjar un
testimonio del crimen con la esperanza
de que, no se sabe ni cómo ni cuándo, se haga justicia. Hay un mercado para
esto y ellos lo saben. La popularidad reciente de la novela negra, por ejemplo,
no es un asunto casual, así como la visibilidad que han alcanzado las crónicas
de narcos empapadas hasta la raíz por la sangre de miles y miles de víctimas
reales. Por motivos estrictamente comerciales, muchos escritores han decidido
escribir con el lenguaje de las calaveras.
Pero
no nos confundamos, en el caso de Fernanda Melchor tenemos otra cosa. Temporada de huracanes es al mismo
tiempo crónica de sucesos, exploración exhaustiva de la distorsión moral,
antología de la promiscuidad, documento antropológico, declaración ministerial,
tratado social, pero sobre todo y ante todo una novela de una calidad
extraordinaria en la que, como en todas las grandes novelas, los elementos más
diversos conviven sin confusión ninguna de sus partes: es un universo autónomo
al que nos asomamos como al pozo de los oráculos funestos. No hay oportunismo
alguno en su obra. Es evidente que Fernanda mantiene un compromiso radical con
la literatura, es decir, con el lenguaje. Los reseñistas comienzan a decir que
su oído es prodigioso, pero también lo es su mirada y su tacto y su olfato y
todo lo que haga falta, agrego yo: su maestría consiste en asir la realidad
desde diferentes ángulos para presentarnos una mirada de conjunto que sobrecoge
y engaña deliciosamente. Fernanda no hace juicios, no establece quiénes son los
buenos y los malos y, en consecuencia, renuncia al maniqueísmo moral e
ideológico que embadurna casi todas las páginas que hoy se escriben en México
en torno a la violencia.
No
me es difícil inferir que detrás de esta novela se encuentran muchísimas horas
de tarea periodística, curiosidad y pasión por el testimonio; los personajes de
esta novela se encuentran tremendamente vivos y pagan con dolor el precio de su
encarnación. Por eso es que desde la primera hasta la última de las palabras
que constituyen Temporada de huracanes
me he mantenido en vilo, seducido hasta la médula, experimentando ese delicioso
estado de duermevela literaria al que nos conducen algunas muy pocas y
privilegiadas plumas.
Tengo
que decirlo ya: Fernanda Melchor es puro vértigo. Su novela avanza a una
velocidad capaz de arrebatar el aliento al más plantado, por eso me dejaba
atrás a cada rato y entonces no tenía más remedio que cerrar el libro buscando
recuperar el aliento para poder continuar: es muy difícil competir con
semejante capacidad pulmonar. Estas páginas te gritan al oído, literalmente,
para contarte con prisa lo que guardan: su secreto. La literatura -lo he dicho
tanto- es sobre todo un artificio, un acto de magia ante el cual cedemos con la
inocencia de los niños si es que el ejecutante realiza el truco con maestría. Fernanda
lo hace. La frontera entre imaginación y realidad se diluye, como en esos
estados tan felices de la embriaguez.
He
mencionado ya el manejo del lenguaje, que recupera la oralidad, el habla de los
marginados de un pueblo infernal de Veracruz, algo que hace sin que se advierta
a través de esas voces el menor asomo de parodia o humor involuntarios, como
tantas veces sucede entre quienes buscan reproducir fielmente el habla popular.
En esto Fernanda es ejemplar. Pero hay que destacar también la estructura de su
novela, que se olvida de los párrafos –apuesta mortal, sin duda- y sale avante;
además, las voces de todos los involucrados en el epicentro de la novela (el
asesinato de una bruja) van aportando perspectivas en un juego de puntos de vista,
suerte de alternancia de cámaras que permite al lector ir completando una a una
las piezas del rompecabezas. Recuerdo haberle escuchado a Daniel Sada alguna
vez que lo más difícil de una novela es encontrar el punto de vista, pues bien,
en el caso de Temporada de huracanes
entiendo que ese esfuerzo de composición hubo de verse multiplicado,
aumentando, como es natural, las complicaciones y riesgos de su escritura.
Esta
es una de esas novelas que al cerrar te dejan en la mente un eco. Hoy al ir a
trabajar iba pensando en ella, en los escenarios, en el hedor y la mugre, en el
crimen y el abandono. Todo se me presentaba de nuevo y seguro que quedará ahí durante
algunos días; al mismo tiempo, sé bien que debo volver a releerla para
comprender mejor y detectar las sutiles maniobras de composición que seguramente
se me escaparon durante la primera lectura. Hay en esta obra un carácter
magisterial que no debería desdeñar nadie que aspire a ser escritor de novelas;
no es casualidad que un texto alcance tales alturas porque la gran arquitectura
literaria no puede ser considerada jamás un accidente. Es claro que detrás de Temporada de huracanes hay años de
trabajo y, sobre todo, la humildad de quien ha sometido al escrutinio de otros
ojos su trabajo: no se puede escribir una gran obra sin el concurso de otras opiniones,
ni se puede aceptar la crítica cuando la persona tiene el corazón anegado por
la soberbia.
El
gran mérito de Fernanda Melchor es que ha apostado por el todo, y ha ganado.
Debe sentirse muy orgullosa de su trabajo y si yo fuera ella –dado la envergadura
de lo ya conseguido- experimentaría un dulce temblor al cerrar los ojos para
imaginar los días que vienen.
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